COSTUMBRES
Dale, agarrame saltando
Una viaje al interior de las murgas porteñas para desentrañar lo que hace único al carnaval de Buenos Aires.
27 de febrero de 2017
por GUIDO PIOTRKOWSKI
Una chica elonga, acostada sobre el pavimento. Su galera, que reposa a un lado, y su levita verde, blanca y violeta resplandecen bajo los faroles de una ciudad que en febrero, si no hierve, se empapa con los chubascos de las tormentas veraniegas, el terror de los murgueros. Si hay lluvia no hay desfile, si no hay desfile no hay carnaval, si no hay carnaval, no hay alegría.
Arriba del escenario se entonan canciones picantes, contestatarias. Con el humor como estandarte satirizan políticos, hacen trizas al poder. Y ante un público heterogéneo, cantan lo que se les canta. Detrás de las vallas están los que aplauden a rabiar y los que miran con indiferencia, los amigos y familiares. Y nunca falta la señora indignada que se queja de que le cortaron la calle, del ruido, de que la música y bla bla bla.
Cada barrio tiene su corso y cada corso es un mundo. Los hay multitudinarios como el de Villa Urquiza, en Avenida Triunvirato, con un vallado de dos cuadras y un público abarrotado que excede el cerco una noche de domingo ante el paso de los Amantes de La Boca, una murga descomunal, que inunda el barrio de paraguas, banderas, bombos y trajes azul y oro; Villurca explota. O el de Villa Lugano, un corso triste, en penumbras y semi-vacío, con un escenario humilde, encajado en una esquinita. O el de La Boca, allá en el arrabal que acunó a los primeros inmigrantes, que vio nacer el carnaval. Un corso tradicional y animado, si hasta tribunas tiene.
Febrero es un mes glorioso, la frutilla de un postre que se cuece a fuego lento durante el resto del año, a fuerza de ensayos, bajo un puente o en una plaza. Las murgas son Patrimonio Cultural de la Ciudad y cuentan con un pequeño aporte, que ahora, en carnaval, apenas si les alcanza para costear los micros y unos metros de tela para los trajes. Para el resto, como en las letras, hay que aguzar el ingenio.
Cada barrio tiene su corso y cada corso es un mundo
“Si me agarrás saltando en la foto, te doy lo que quieras", desafía un bailarín. El saltito es la marca registrada de la murga porteña. Y es el baile, agitado, frenético, desgarbado, aquello que diferencia nuestra versión murgueril de la uruguaya o la gaditana, la expresión original que llegó de Cádiz, y adquirió en nuestros pagos su propio estilo.
Durante el desfile, esas almas excitadas, esas siluetas exaltadas, se reflejan en rostros de júbilo, en sonrisas ciclópeas. Es trance. Es éxtasis. Es Febrero. Es carnaval.
¡Buenaaaasss noooches, querido barrio de Parque Patricios! Los Dementes de la Quema, han llegado/Cuando arranca Febrero/deslizándose entre espuma y agua lleeeega la risa vaga/ la carcajaaaaada alocaaaada / brilla como lentejuela, demostrando con su aire, ritmos de bombos reos, pero muy elegantes/ Ayyyy querida a murga/ como dejar de amarte /Buenas noches querido barrio de Parque Patricios, los Dementes de la Quema han llegando/ abróchense los cinturones, que esta noche mágica va comenzar.
Es una pegajosa velada de viernes, y a pesar de la lluvia anunciada con bombos y platillos durante la semana el Corso de las Ranas, en la calle Grito de Asencio, corazón de Parque Patricios, está espléndido. Hay choris humeantes en la puerta de una casa y el kiosco-almacén de la esquina que despacha birra, Fernet y Campari no da abasto. Bombitas de colores y banderines engalanan el paso de las murgas por esta pequeña arteria. Los chicos corretean en su mundo: la guerra de espuma es feroz en el refugio carnavalero del barrio de la Quema. El corso lleva 19 veranos animando este rincón otrora olvidado, que fuera conocido como el barrio de las ranas.
Fernando de Renzo, “Nano”, es el director de la murga Pasión Quemera, y alma mater de esta movida. “El carnaval es la fiesta que nos regalamos a nosotros mismos, es de la gente. Las murgas pensábamos que el carnaval es nuestro, que sin murgas no hay carnaval, pero el carnaval es la gente jugando en la calle, es un corso, es tirarse baldazos y bombitas de agua, es darle lugar también a otras expresiones, a otros artistas barriales. El carnaval es diversión, es expresión con contenido”, teoriza, a un lado del escenario, donde tiene que volver súbitamente. Ahora sí, se viene el agua, y hay que desarmar.
El carnaval llegó desde Europa y en cada lugar de nuestro continente acuñó su impronta. Para entender de qué va esta fiesta la visión de Coco Romero, referente ineludible, resulta indispensable. Coco es músico, ha escrito mucho sobre el tema y va cumplir treinta años dirigiendo el taller de murga del Centro Cultural Ricardo Rojas, un bastión de formación murguera. “El carnaval es una fiesta que el poder puede encorsetar, pero no atrapar. Es la celebración más prohibida de la humanidad. En Buenos Aires pasó por treinta y pico de años de prohibición, y eso es letal”, afirma este hombre de camisa a cuadros y rulos prominentes en el bar del Rojas. Sin embargo, en 1997, gracias a la larga lucha del colectivo murguero, las murgas fueron declaradas Patrimonio Cultural de la Ciudad de Buenos Aires. Sin dormirse en los laureles fueron por más: son artífices en la recuperación del feriado de carnaval censurado por la dictadura.
Buenos Aires tiene los carnavales más antiguos de la Argentina. El primer corso data de 1869, y fue impulsado por el entonces presidente Domingo Faustino Sarmiento, un prócer al que, dicen que dicen, le gustaba la fiesta, y que fue seducido por el festejo de raíces bacanales que había visto a su paso por
Europa.
La marca registrada de la murga porteña es el saltito
Coco cree que el festejo local no ha perdido su esencia ni su mística. “Es un carnaval que permite que las murgas desfilen por su territorio, no como en otros lugares donde se organizan puntualmente en un lugar y en una determinada fecha. Acá se festeja del primer al último fin de semana de Febrero”.
Pato Notaristéfano es docente de música y murguista de larga data. Una vez que dejó de salir siguió vinculada como jurado, algo que le permite ver muchas murgas, cosa que cuando participaba era imposible. Pato ayuda a desasnar el intríngulis de este concurso, sin vencedores ni vencidos.
El carnaval porteño tiene un reglamento. Todas las murgas tienen que tener una glosa, una presentación, una crítica, otra glosa y una retirada. También se evalúan los bailes y los bombos. Hay dos categorías, la murga tradicional o centro murga, que es la que respeta a rajatabla la estructura original de bombo con platillos, un presentador, un solista, coros, y alguien que ayuda con los remates. Las agrupaciones murgueras renovaron la escena en los 90, fusionaron con otras artes, sumaron instrumentos, teatralizaron la murga.
“Hay un puntaje simbólico, en el que cada ítem aporta distinta cantidad de puntos. Evaluás cómo se comporta el presentador, si se le entiende, si esta bueno lo que dice. Si la glosa es poética, qué ritmo tiene, si te llama. También el baile y los trajes”. Hay categorías que van de la A, a la D. Aquellos que queden en A, B y C podrán participar el año que viene, con mayor cantidad de presentaciones para la categoría A, menos para la B y menos aún para la C. Aquellos que queden en la D serán los que tienen que reevaluar. “Las que quedan en la D, es porque son desprolijas, o las críticas no tienen humor. La onda es generar la creatividad, y la crítica puede ser cualquier cosa: podés criticar al gobierno, a los políticos, a la vecina. Pero hacelo con humor”. El resultado no se publica, y en la planilla los jurados hacen una devolución justificada. “La idea es que las murgas puedan crecer, porque nos merecemos un carnaval hermoso”.
Son las seis de la tarde de un sábado y la plaza Mackenna, en Saavedra, va tomando color. Una madre da las últimas puntadas al traje de su hijo Gian. Las chicas se maquillan, los hombres apuran un copetín y cargan los bombos en el camión. Los micros ya están ahí, listos para la gira. “Lola” Maruri es uno de los directores. Está serio, concentrado, organizando a la tropa. "Somos una murga tradicional, de bombo y platillo. Tratamos de reflejar el carnaval de antaño, ese carnaval perdido, de construcción social y política arraigado a la esencia y vivencias de nuestro barrio”, explica poco antes de salir rumbo a una larga noche que los llevará a presentarse primero en Villa Lugano, luego en La Boca y finalmente en Saavedra.
Los Elegantes de Saavedra se fundó en 1976 y duró hasta 1989. En el 2004 fue refundada por el mismo Lola, Nestor Alfredo Denk y Fabiana Jabureno. “La sacamos de su tumba y la pusimos nuevamente en el circuito del carnaval”.
Los Elegantes son una gran familia. Hay parejitas formadas y en formación, hay recién nacidos que maman en pleno desfile. "El carnaval es muy importante en mi familia, en mi vida, por todo lo que me dio y me sigue brindando. Me brindó amor, amigos, alegrías y decepciones; pero por sobre todo me brindó un crecimiento personal y espiritual muy grande, de saber que uno lo hace no solo porque le gusta, sino también porque hace feliz a los demás. Es lo más importante en mi vida, es de los momentos que más disfruto, porque lo hago junto a mis seres queridos y amados. El carnaval es una expresión de amor, de cariño, de deseo, y de afán”.
Los carnavales los trajo a Buenos Aires Sarmiento
Una casa antigua en el barrio de Almagro es el cuartel central de Los Quitapenas, esta agrupación de unos cuarenta integrantes que no se identifica con este barrio ni con ningún otro; cada quien viene de un rincón distinto de la ciudad y durante el año ensayan en Barracas. Nacida en el Rojas, bajo el influjo de los talleres de Coco Romero, llevan casi 30 años carnavaleando. Algunos se maquillan en la vereda, otros corretean de acá para allá, ultiman detalles. En el comedor, una chica cambia a su bebé mientras sus compañeros repasan letra y música.
Mauro Santella es el director. Ocasionalmente canta, también toca el acordeón y escribe las letras y los guiones. Al ser una Agrupación Murguera, se permiten más libertades que los centro murga, por eso tienen bandoneón, guitarra y malabaristas.
“Creo que debe ser uno de los pocos festejos que se sostienen desde lo callejero en Buenos Aires. Esto de ir a los barrios, que lleguen las murgas y que la gente las vaya a ver, y entre todos confluir y armar este encuentro, me encanta”, dice Martella, ya maquillado y a medio vestir. “Cualquiera puede ser parte de una murga, y ser artista en carnaval. Si te gustó el año pasado, acercate, que vos también podes salir y ser parte. Y el que no, también puede ir de espectador y encontrarse. Acá hay diez mil murgueros saliendo, es un número”, dice, y sube corriendo al micro.
El atardecer recorta la silueta de los edificios sobre Avenida Corrientes. Los Quitapenas se alistan. Hay un dejo de nervios, el jurado espera. Músicos y cantantes hacen una ronda. Y entonan bajito, casi un susurro, con el bandoneón como guía: A lo lejos se divisa, bien ancha una sonrisa/Y banderas flameando / Canta el bombo con platillo /Nos encandila el brillo/La murga está llegando / Ya se asoma el barrio entero, Pa’ ver a los murgueros /Que vuelan de alegría /Y entre tantas cosas buenas/ Llegan los Quitapenas a hacerte más feliz.
“¡Mírenla, que linda viene!” Anuncia el presentador. Y ahí van ellos, con sus levitas naranjas y violetas, dispuestos a brillar, como nunca, como siempre, una noche más.
La calle Darwin, una cortada atrás de las vías, en pleno Palermo, es el punto de encuentro de Los Atrevidos por Costumbre, murga icónica del barrio. Hay un clima demasiado tranquilo, unas 40 personas de las 150 que integran la murga están reunidas acá. Son las siete de la tarde y la presentación es a las nueve. Las niñas se maquillan y algunos bombistos se entonan con Fernet. “La murga es el actor y hacedor principal del carnaval, es un lugar donde creas una identidad, y la nuestra es de Palermo. Somos nacidos, criados y exiliados, porque con la transmutación que sufrió el barrio en tan poco tiempo muchos quedamos expulsados”, dice Pigüi, uno de los organizadores, antes de ensayar una explicación para el carnaval. Como Agrupación Murguera, portan guitarra, saxo, flauta traversa, acordeón y charango. Por ahí se suma a la charla, fugazmente, el Gallego, el director, un tótem carnavalero, al que Coco Romero definió como una pluma brillante. “Soy de familia murguera”, enfatiza. “Mis viejos, mi abuela, sacaban a Los locos del Cuarto Piso, también de Palermo. A mi me encanta el carnaval, y me encanta la murga, pero el carnaval es más amplio que la murga. La murga es una modalidad, es la posibilidad de definir popularmente algunas cosas, de informar a la gente desde un lugar accesible y directo”. No hay más tiempo, todos corren a los micros que enfilan para el corso de Villa Crespo.
Si en Darwin reinaba un clima apacible a la hora del desfile, cuando tronan los tambores y acompañan los platillos Los Atrevidos se encienden, se transforman. En el escenario, aparece, sorpresivamente, el actor Osqui Guzmán. Arenga y pide aplausos, antes de pasar a la crítica, feroz, mordaz. Osqui fue uno de los impulsores de esta murga. Al terminar el desfile, entre foto y foto con algún fan, dice solemne, bajito: "El carnaval porteño es único, eso es lo que no aprendemos todavía, que la alegría no es solo brasilera. Nuestra alegría es muy distinta, nuestra alegría critica. Nosotros somos esto, bailamos como negros pero vestidos como gente de clase alta”. Al principio, recuerda Osqui, solo bailaba, pero luego se subió al escenario, como para incitar al público a recibir a los murgueros. “Lo que la gente no sabe es que cuando el público aplaude el murguero baila más, se levanta sobre esa alfombra mágica que son los aplausos”.
Para él, la murga es contracultura. “Eso nos pasa a los que somos de esta ciudad. Decimos ¡Uhhh, otra vez corso, nos cortan la calles, la puta madre! Por eso la cultura nunca la va instalar, por eso somos contracultura, contracultura de barro. Porque tenemos herencia negra, peleamos con ella, utilizamos esa fuerza. ¡Nosotros, que somos barro, que somos negros, que venimos a cantar lo que nos pasa! Porque este es, quizás, el único momento que podemos decirlo. La murga es y será contracultura, y mientras podamos meternos en esa contracultura, vamos a poder disfrutar de quienes somos, y no pelearnos con nosotros mismos todo el tiempo”.
GUIDO PIOTRKOWSKI