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2011
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EL CARNAVAL DE LA RESISTENCIA
Reportaje en el
número 7 de la revista El teje número 7
“La marica entra en cualquier calle de barrio
como si estuviese entrando a la cancha de River”
Coco Romero piensa en la murga como expresión
del teatro callejero, una técnica del arte popular. Marlene Wayar se sorprende
cuando Coco dice que eso, que es toda una técnica, Es la teatralidad que la
cultura trans le aportó a los escenarios de la calle. “
POR
MARLENE WAYAR
Coco Romero tiene 55 años, a los doce años entró a una murga y en el grupo se encontró con Pamela, en una de las peores épocas por la dictadura de Juan Carlos Onganía. Coco analiza entonces cómo funcionó Pamela en ese lugar, de qué se trata la idea de “inversión” o por qué se habla “del carnaval como adiós a la carne”. La fiesta aparece entre dos fechas religiosas muy importantes: el nacimiento de Jesús y su muerte. Ese espacio convertido en la válvula de escape de los y las nadies, es un momento en el que todo se detiene y donde el poder de unos pocos sobre todos se pone en cuestión. Se come, se bebe, se coge en libertad anónima. Pocos pudieron prohibirlo. Franco, dice Coco, lo intentó imponiendo penas severas. Lo debilitó, pero no pudo eliminarlo y desde las cárceles de Fuentemayor le gritaban: “Nadie puede quitarnos el carnaval, ni el Papa…”. Acá llegaron los carnavales por Sarmiento. Y en esas derivas, la trava ganó espacio por una necesidad, y las maricas cazamos la onda
—aquí hay que decirlo
— por eso todo el dossier intenta dar cuenta del empecinamiento de participar porque, además, es el espacio de la máscara, de ser como soy y un lugar donde no puede haber represión. Ahí, exigimos nuestro espacio del decir antes que las mujeres, que comienzan a estar presentes en las murgas para el regreso de la democracia en 1983.Y obligadxs a vivir enmascaradas, en carnaval somos sin máscara o con la que nos gustaría vivir.
—¿Cuál crees que fue el aporte de la cultura trava
al carnaval?
—A los doce años empecé a salir en la murga de los Los Mareados de Belgrano R, año 1967, y ahí estaba Claudia. Esa presencia para mí era algo natural, el grupo la súper-protegía y la súper-quería y ella se sentía como una diosa, y era la reina. Quizás a la distancia creo que esa presencia aportaba una teatralidad y un desenfado casi imposible en una sociedad como la de entonces. Siempre me pareció interesante (y pude entenderlo un poco más adelante), una frase de Batato o Urdapilleta: ellos decían que aprendieron a caminar de tacos altos con la murga de Los Viciosos de Almagro porque estaban en esos barrios. Habría que pensar en primera instancia que la murga y el carnaval fueron una posibilidad para salir a la superficie tal cual se era.
—Si la murga eran un par de pibes
atorrantes, ¿Cuál fue el puente que posibilitó el ingreso de la marica?
—La
sensación que tengo es que en general el buen trato es el mejor puente para las
personas. Yo era chico, pero me parece que en esa sociedad tan jodida que
teníamos en términos de género la murga era un lugar agradable para estar. En
muchos reportajes, durante los trabajos de campo, solían decirme: “Acá me
tratan como una diosa”, algo que afuera no pasaba. Pero en ese mundo ligado al
carnaval, a la murga le permitía la creación de un espacio de visibilidad y de
comprensión en la cuestión de género que en otros lugares era imposible.
—Antes
dijiste “teatralidad”, ¿a qué te referís?
—La teatralidad es un plus que tiene
la marica, porque no es tan fácil trabajar en el escenario de la calle. En el
escenario de la calle el gesto teatral tiene que ser grande como para que te
vea el tipo que está en la otra cuadra. Es una técnica: la del teatro callejero
popular y para mí la marica la tenía totalmente clara porque entra en cualquier
calle de barrio como si estuviese entrando a la cancha de River y eso para
quien lo ve es una puesta en escena muy impresionante. Otra cosa es que
generalmente desfilaban cerca de los bombos. La murga tiene un corazón que es
el que late, que es el bombo por un lado y es donde van los mejores directores
y donde van las maricas porque auditivamente es el punto más fuerte. La gente
empieza a escuchar los bombos a las tres cuadras, aunque el ejercicio del
disfrute de la murga se logra cuando la murga pasa frente a vos y te golpea
profundamente. En ese clima y en ese espacio, está instalada la marica.
—Primero se instaló, luego tiró línea y después comenzó a ganar terreno...
—En
realidad no sabría decirlo. Pero lo que sí me parece interesante es la idea de
puente. La murga en toda la década del sesenta era un juego de muchachos, pero
lograba un puente: las mujeres no entraban y los maricas sí. —Mi link para
pensarlo son las comisarías. No tan alegres, claro, pero cuando llegaba una
trava, los chorros ordenaban a la cana: “pásale una colcha a la chica”, y
obedecían sin chistar. Había, en la distancia, una claridad en cuanto a la
línea de clase: si había una reja y estamos de este lado, el enemigo es aquel y
es para todxs solidaridad de clase, y seguro, de sexo también.
—En los sesenta,
la murga tenía como telón de fondo a Onganía. Nosotros éramos unos pibitos, le
teníamos miedo a la “lancha” como le decían al patrullero y salíamos corriendo.
Por lo tanto, yo creo que hay algo de protección entre los grupos porque la
murga, convengamos, trabajaba como en un límite de algo que ya se estaba yendo
y no tiene los fenómenos que tiene hoy. En el lenguaje era todo mucho más
crudo, todo mucho más al borde, más sencillo: en una época se llenaban unos
garrotes con arena y te daban un garrotazo, yo nunca lo entendí porque dolía y
si te estampaban uno en la cabeza terminabas estrolado. Cuando uno analiza
dice: ¡qué violento! Pero en paralelo, en las universidades de Buenos Aires los
profesores y los estudiantes eran echados a los palos: ¿Qué te quiero decir con
todo esto? Que el carnaval escenifica la comedia y la tragedia ahí también. En
ese sentido, entonces, me parece que hay una simbología importante porque los
murgueros éramos unos desclasados totales tanto como la trava de entonces: para
los tipos que nos veían éramos unos zaparrastrosos.
—¿Cómo fue cambiando con el
tiempo?
—A fines de los ochenta empecé a salir con el grupo de las chicas que
trabajaban en la Panamericana, que eran como treinta, en la murga. Y ya no era
una murga con travas: eran más travas que murgueros. La cosa que me llamó la
atención es que una noche fuimos a la zona norte, y en un momento cagaron a
tiros al camión. Alguien enloqueció y yo veía que esa energía puesta en escena
era demasiado. Por otro lado, había una seducción: “¿es o no es?” Como las
chicas estaban muy producidas, un par iban con las gomas al aire, a fines de
los ochenta eso era muy loco. Pero ellas pudieron llevarlo a ese extremo
porque eran como treinta. Pero, además, con el tiempo me fui enterando de que
la mayor parte laburaba en la Panamericana y eran las que se enfrentaban todo
el tiempo con las ideas de la época y con la violencia que entonces había
contra las travas. Porque hubo una cosa de violencia muy fuerte sobre todo en
ese lugar, una seguidilla travas muertas, salíamos de la dictadura y ahí
parecía que había o continuaba una habilitación social para deshacerte del
otro. Más adelante, hubo otro punto de quiebre en 1989 y 1990.Yo me puse a trabajar
en San Cristóbal y entre los Fantoches de San Cristóbal había unas cuantas, y
también ellas fueron diezmadas por el Sida. Ahí fue que, de seis o siete
chicas, se murieron por lo menos cinco. Ahí conocimos a Greta, le hicimos una
canción (ver aparte). Ese tema está grabado en uno de mis discos “La sopa de
Solís”; en los noventa cantaba eso y la invitaba a Greta. Ella entraba, era una
diosa en Parque Centenario. Bueno, ese grupito fue diezmado por el tema del
Sida y después, desde el Rojas, hice un puente con toda la onda poética de Noy.
En realidad, es otra vuelta de tuerca porque utilizaron el espacio teatral de
la murga para ejercitar el delirio que querían.
—Creo que en los carnavales aparece lo más artificioso del teatro: porque no hay cuerpo, ese cuerpo está más atrás, y el que aparece es ese cuerpo “lookeado” con el que se negocia con el otro, en Plaza Once o en cualquier ruta. —Un dato importante creo que es que hasta un momento el “lookeo” era nuevo en la murga, porque en los sesenta por ejemplo no estaba eso de levantarse los hombros o lo fantasioso del teatro. Si vos observas, la lentejuela no es una cosa propia de la murga, esa es una fantasía que viene del teatro, y el “lookeo” lo traen las maricas. Y pese a que había lugares que te decían “acá maricas, no”, en la provincia de Buenos Aires era impensado un carnaval sin las travas: en los ochenta cuando comencé a hacer mi trabajo de campo eso me resultó impresionante, nunca lo había visto en mi vida; es más, salí toda una noche con ese camión, yo iba por atrás y lo que el carnaval generaba era la verdad porque una cosa es la idealización de los carnavales cuando lees el texto y dice “había olor a carnaval”, pero, ahora, para que haya olor a carnaval, tiene que haber carnaval. Entonces la seducción que yo tuve a fines de los ochenta y esa murga tenía eso que yo no lo había sentido en ninguna parte, después fue para mí una cosa muy fuerte, el final con los tiros y creo que hay que pensarlo porque esa murga era demasiado para la época y todo tiene su costo: para algunos, el costo de la vida misma, pero para otros fue el costo de ser más careta, de disfrazarte de algo que no sos, los costos sociales que están en cualquier ser humano.
—¿La murga les dio a ellas también
el brillo despampanante? —Al mismo tiempo me parece que ya analizándolo de esa
manera la murga era siempre un peldaño en el camino de las chicas porque la
libertad hay que buscarla de alguna manera. Y en ese momento estaban en las
murgas y me parece que fue un eslabón más en todo un estado de cosas, y su paso
puede haber generado esos cambios que estamos pensando. Y si la murga es puente
de algo, bienvenido; si cumple esa función, ya está.
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